lunes, 12 de octubre de 2009

EL SUEÑO


La batalla había sido decisiva, y el regreso extenuante. Millas y millas de infernal desierto dejaron su reflejo en los ropajes y pieles de los soldados; durante todo el trayecto de su deambular por las inhóspitas tierras del centro de Asia, solo alentaba el alma de de la tropa el saberse ya reconocidos como grandes héroes del tenebroso tiempo que les había tocado vivir. La victoria sobre los bárbaros de la estepa, no solo había reportado pingües beneficios “al Khan”, así como extensos territorios, sino que además suponía librarse de la amenaza de “los pueblos del norte” durante un largo periodo.
A la llegada a las puertas de la capital, la algarabía era tremenda. La calzada estaba cubierta por un manto de flores, sonaban marciales melodías y el populacho cubría de glorias, bebida y lisonjas a los guerreros. No obstante, el semblante de Kublai Khan se caracterizaba por un rictus impertérrito, casi pétreo, no se adivinaba en su rostro ni dicha, ni pena.
A la noche; tras las celebraciones por la victoria, “el Khan”, cansado y con claros signos de embriaguez se retiró a su lecho sin visitar las habitaciones de su concubina. Sin despojarse de su suntuosa túnica de seda y rubíes cayó extenuado sobre la alcoba. Es entonces cuando soñó… -El Gran Palacio, estaría situado sobre una plataforma artificial sobre la montaña más alta del Khanato. Tendría una cúpula central formada por dos cubiertas de la mejor madera de cedro del Líbano, doradas y colocadas sobre un tambor elevado con dieciséis ventanas en la parte superior que inundarían de luz el interior del edificio. A su vez se apoyaría sobre una arcada circular de cuatro pilares y doce columnas del más lujoso mármol. Alrededor de la parte central habría dos girolas separadas por una arcada dodecágona de diez pilares de oro macizo y dieciséis columnas de plata. En el exterior, cada cara del dodecágono estaría dividida por doce paneles altos y estrechos separados por pilastras de nácar. En el interior solo residiría Kublai Khan con su concubina, sin cuidadores, ni criados, ni esclavos. Solo él, su amante y el inmenso amor que se profesaban, y allí descansarían hasta el final de sus días.

A la mañana siguiente, el monarca se levanto ilusionado, como un adolescente antes de su iniciación como guerrero. Hizo llamar a sus consejeros, arquitectos y musivarios, y les expuso su proyecto. Pese a lo descabellado de la idea nadie se atrevió a replicarle, y se pusieron rápidamente a proyectarla.

“El Khan”, dichoso por el regalo que se disponía a crear para su amante fue a visitarla para comunicárselo. Tocó levemente la puerta de sus aposentos para no amedrentarla en su sueño, lo suficiente tan solo para llamar su atención, al no recibir respuesta golpeo un poco más fuerte y exclamo su nombre. Viendo que no era contestado entró. Al verla tendida desnuda sobre su lecho la supuso dormida, se acercó sigilosamente y le susurró al oído, otra vez su nombre, toco su rostro sonriendo y su alma quedó tan helada como la noche en el desierto.

Al regresar al salón regio su semblante era como el de la mañana del regreso de la batalla, no dijo nada, anduvo hacia la mesa donde estaban los primeros bocetos de su Palacio del Amor, desenvaino su cimitarra y la clavó sobre los dibujos. Nunca más nadie habló sobre el palacio soñado.

En un día de verano de 1797. Samuel Taylor Coleridge se había retirado a pasar un descanso estival a una granja en el confín de Exmoor; una agitada discusión con su amante lo había sumido en una profunda melancolía. A la tarde, una indisposición lo obligó a tomar un hipnótico; el sueño lo venció momentos después de la lectura de un pasaje de Purchas, que refiere la edificación de un palacio por Kublai Khan.

El texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse en su mente a través de un sueño. Intuyó una serie de imágenes visuales y, simplemente, de palabras que las manifestaban; al cabo de unas horas despertó, con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y se puso a trascribir lo soñado.

A los pocos minutos, una visita inesperada lo interrumpió. Se trataba de su amante. Seria y malhumorada, pretendía no obstante conseguir una explicación del autor por su repentina desaparición. Coleridge monto en cólera; ¿como se atrevía a exigirle nada?, él marchó para evitar más conflictos. Llorando, su amante huyo desconsolada, y el poeta le respondió con un sonoro portazo.

Al tomar asiento para continuar con su escrito soñado, descubrió con no pequeña sorpresa y mortificación, que si bien retenía de modo vago la forma general de la visión, todo lo demás, salvo unas ocho o diez líneas sueltas, había desaparecido como las imágenes en la superficie de un río en el que se arroja una piedra.


La lluvia golpeaba delirante sobre los cristales de la buhardilla de Javier. Aún así, no dejaba de componer ayudado de su vieja guitarra y un humeante cigarrillo de marihuana; a decir verdad, unos segundos antes había descubierto preocupado que había esquilmado el cargamento de cannabis xativa que su vecino Sherif le regaló esa misma mañana por ayudarle en su pequeño “afaire” con la enfermera del Centro de Salud.

Poco a poco, el hastío por no conseguir nada que sonara medio en condiciones, los efectos de la adormidera y el tintineo del agua; le hicieron caer en un profundo sueño.

Soñó con una ruinosa casa rodeada de un paraje neblinoso, en su interior un viejo poeta escribía dictado por un rey que lloraba sobre un palacio dorado. Al contacto de la pluma del escritor con el pergamino surgían de su fusión innumerables notas musicales, estas sonaban en la mente de nuestro cantautor y a su vez las plasmaba con su voz y su guitarra.

Al despertar la emoción lo embriagaba, tenía en su cabeza con seguridad la mejor canción que jamás había escuchado ningún hombre sobre la tierra. No paró de escribir, no paró de tocarla. La melodía llegaba como agua de mayo, su representante le había conseguido una audición con una de las mejores discográficas del país, estaba seguro de que su gran sueño de convertirse en una importante figura de la canción estaba a un paso.

Era la mañana de la audición, Javier caminaba bajo una cortina de agua con nada más para resguardar a él y a su vieja guitarra que un viejo abrigo de tipo Coreano; no obstante andaba feliz e ilusionado. Fue entonces cuando se cruzaron sus miradas…

A las 12:30 h. del medio día, Héctor Junyent, manager de poca monta; pedía excusas en una sala de grabación a toda una representación de lo más florido del panorama discográfico nacional mientras marcaba un número de teléfono. Tras un par de “Bips” se descolgó el auricular, no dejó que nadie respondiera, tan solo exclamó: -¡Donde estas pedazo de desgraciado! Tras el auricular se oyó lo siguiente: -Estoy en una cafetería, cantándole a la mujer más maravillosa del mundo, la canción más bonita que nunca nadie ha escuchado jamás-.

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