sábado, 16 de enero de 2010

EL CACHORRITO


El silencio no pudo ayudar a Antoine a conciliar el sueño aquella noche, por ello no parecía asustado ni sorprendido cuando el magnetofón-grabador de Sara se posicionó entre su cara y la de la periodista. Aquella mudez, sin duda, era oriunda del mismísimo infierno, habían pasado ya nueve días desde el terremoto y esa había sido la única noche en la que el llanto no había paseado su estribillo desesperante por las calles de la zona sur de Puerto Príncipe.

Antoine había trabajado durante toda su vida como conductor de un autobús destartalado que realizaba el recorrido hacia el interior y la República Dominicana por la autopista 102. Entonces llegó la crisis del 2004 y la caída del gobierno de Jean-Bertrand Aristide. No fue lo único que se perdió en Haití aquel año; Chantal, su esposa, moría acribillada a balazos en una calle de la capital. Fue entonces cuando abandonó su empleo para criar a su hija Mary. La intervención de su primo Pierre Rigueur, que era profesor en la Universidad del Estado de Haiti, le ayudó a conseguir un empleo de conserje en el Museo Nacional de la Caña de Azúcar, en el Boulevard 15 de Octubre; y era aquí donde se encontraba cuando le sorprendió la catástrofe.

Había caminado durante un día entero para llegar hasta la zona sur, la zona más afectada por el terremoto, y por ende, donde vivía junto a su hija y su cuñada, también viuda. Donde se hallaba su casa encontró en su lugar una abigarrada montaña de escombros. El llanto y la desesperación inundaron su alma; destrozó sus ya maltrechos huesos retirando escombros con la intención de encontrar a su hijita. Tras horas cavando, pudo vislumbrar en la oscuridad del atardecer, el lacito rosa con que, en la mañana del terremoto, su cuñada había trenzado el pelo de Mary. Pidió ayuda desesperadamente, no la recibió.

Los supervivientes de la capital deambulaban por sus calles en busca de sus familiares desaparecidos, enterrando donde podían a sus muertos o tratando de abordar las ruinas de supermercados para hacerse con un cartón de leche o encontrar entre los escombros algo que llevarse a la boca. La angustia había llevado a algunos a formar murallas con cadáveres con el fin de bloquear las calles en una suerte de protesta desesperada por la lentitud de la llegada de las ayudas. Y es que, uno podía recorrer las calles de la ciudad destruida durante horas sin encontrarse ni un rastro de ayuda internacional.

Como pudo, Antoine sacó el cuerpo destrozado y sin vida de Mary de debajo de los cascotes y lo apoyó encima de un viejo tablazón que pensaba utilizar como camilla, tapo su cuerpo con lo que parecía una sabana raída y se dispuso a continuar con su desesperada búsqueda; su intención ahora, era la de encontrar, algo de lo que ya estaba seguro, el cadáver de su cuñada Viviane.

Cuando los primeros rayos de sol se dejaron ver a través del humo y la bruma, Antoine perdió toda esperanza de encontrar a Viviane, se desplomó sobre la tierra, y sin dejar de llorar, formuló una plegaria en honor de su cuñada. Tomó la improvisada camilla donde se encontraba el cuerpo de Mary y se dispuso a darle sepultura. Era ya mediodía cuando Antoine llegó al cementerio Carrefour Academie, en el acomodado barrio de Petion Ville; cuando el sol ya estaba en todo lo alto y el olor a descomposición lo inundaba todo. Había caminado durante horas arrastrando el cadáver de su hija con la intención de enterrarla con sus propias manos. Llevaba un palo grueso y había colocado dos ramitas de hierba buena en los orificios de la nariz de Mary. Los sepultureros le cerraron el paso. Le dicen que tendrá que pagar unos centavos o tirar a su hija en una de las muchas fosas comunes de la ciudad.

A Antoine le pudo la rabia, enseñó su palo agitándolo en señal de lo que puede llegar a hacer un hombre desesperado. Uno de los sepultureros se abalanzó sobre él y este le respondió con un contundente garrotazo que inmediatamente hizo brotar la sangre a borbotones de la cabeza del iracundo sepulturero. El resto atemorizados se apartaron del camino de Antoine que finalmente consiguió entrar en el camposanto con su hija muerta.

De camino a un trozo de tierra libre pasó junto a un grupo de cadáveres que se descomponían al sol y a los que nadie se había preocupado de enterrar. El olor a muerte y el calor asfixiante le hacían dar arcadas. Creyó ver, a uno de los cuerpos retorciéndose entre la putrefacta carne de sus compañeros, detuvo su marcha, alzó su cabeza y tras asegurarse de que el supuesto movimiento solo había sido una maldita broma de las sombras que proyecta el sol en su cenit, continuó su camino… tras unos metros, se giró para mirar de nuevo. Antoine se perdió llorando por un paisaje dantesco.

De regreso Antoine se estancó frente de la pila de cadáveres, haciendo un esfuerzo sobrehumano para soportar el terrible hedor, se acercó para observar mejor y ahora si pudo distinguir un suave balanceo debajo del brazo de uno de los cuerpos. Rápidamente aparto el cuerpo sin vida que cubría lo que él creía pudiese ser un superviviente, cuál fue su sorpresa cuando descubrió un pequeño cachorrito de pequinés, probablemente propiedad de algún potentado de la zona residencial cercana al cementerio. El perrito estaba muy débil y profundamente aturdido y asustado. Antoine lo cogió entre sus brazos, lo miró con ternura y se alejó del lugar camino de la zona sur.

Sara realiza las preguntas de rigor a Antoine: -“¿Dónde le sorprendió el terremoto?, ¿Perdió a algún familiar?, ¿Cuál es su nombre?” Este responde amablemente al caro artefacto electrónico de Sara, pero luego, cuando ve que eso era todo, pregunta con un tono incipiente de rabia y desesperación: - “¿Eso es todo?, ¿Solo quería hablar? ¿Cuándo vendrá alguien que no solo quiera hablar y nos traiga un poco de ayuda?” Sara entre sorprendida y asustada saca de su mochila una barrita energética y se la ofrece a Antoine. En ese instante Antoine rompe a llorar y roto de dolor le dice a la periodista: “No tengo hambre, hoy desayuné cachorrito… me comí al cachorrito, me comí al cachorrito…” Y se abraza a los pies de Sara como un niño asustado.

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